La pandemia impuso una nueva manera de amar. No apegada a los usos y costumbres que prevalecían, no con los estereotipos que lo asociaban a la materialidad y al instante, no centrada ya en la apariencia y el disfrute cincosensorial y los estereotipos. Las largas cuarentenas en el mundo nos enseñaron, en el alejamiento social y el silencio, nuevas maneras de expresarnos y apreciar. Regresamos a los principios.
Así, dejamos de asociar el tener como sinónimo de felicidad, porque en la vulnerabilidad más densa descubrimos que no poseemos realmente nada, pero paradójicamente tenemos más que el cuerpo/materia: somos. Y ser no implica tener.
Durante mucho tiempo asociamos el consumismo exacerbado, acumulamos. Vimos indiferentes como todo se volvía mercancía, incluso el cuerpo se cosificó y se volvió afiche publicitario y objeto de deseo, al grado de aparecer redes de tráfico humano y de órganos.
Vivíamos con prisa, llenos de reuniones insustanciales, inmersos en pláticas anodinas, pero olvidamos como nos hablábamos a nosotros mismos y conformábamos nuestras experiencias del mundo. Olvidamos como amarnos…y cómo hacerlo con otros. Las pausas, por dolorosas que sean, nos enseñan a detenernos y recobrar consciencia de qué tiene verdadero valor para nosotros. Y si es la vida ¿para qué la queremos?
El disfrute por sí mismo, sea meramente sensual o racional, sólo nos sume en más vacuidad y nos hace vivir en el sin sentido y en falsas expectativas sobre el oficio de vivir.
La vida es para amar. Está imbricada en el trabajo y en el servicio. Todo tiene valor sólo en la medida que servimos a los otros.
La apreciación no debe ser tan literal y superficial, porque caeríamos en nuestra errónea manera de tasar el valor, a través del aporte monetario, por ejemplo. Regresaríamos al principio erróneo de apreciar de acuerdo a una realidad corporal/mental. Y somos mucho más que eso: tenemos capacidades no imaginadas para que los otros, y nosotros, sepamos que sólo el amor y el trabajo nos dan el sentido a la vida.
En términos pragmáticos: no puedes asumir que ayudar en un acto automático de filantropía, que vale más quien más dinero posee, que estamos tasados de acuerdo a nuestro nivel de percepciones monetarias en el mercado de trabajo. No. Dar implica determinar que podemos ser parte de una vida más feliz para todos y dotar de sentidos cada uno de nuestros actos.
Amar no es una frase vacua. Se trata de una forma de vida que inicia con la manera en la que cada uno construye su propia vida, de cómo conceptualiza la dignidad, la honra a nuestros ancestros y en cómo nos relacionamos con los otros y les recordamos su unicidad.
Amar, después del Covid, ya no es el placer estereotipado, ni una competencia destructiva. Es asumir que el cuerpo es un vehículo para lograr la paz interior y embarcarnos en el camino de encontrar nuestra humanidad. Un trayecto en el que necesariamente develaremos la magia intrínseca de cada ser.
Amar es la valoración del instante que vivimos. Es consciencia plena, no percepción cincosensorial o interminable oda a la racionalidad. Se trata de asumir nuestra humanidad, lograr paz mental, multiplicar el disfrute en uno y los otros, analizar que todo es parte de las decisiones que tomamos y de la manera que tenemos de percibir quiénes somos. Amar es ser.
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