Ivette Estrada

La música del corazón no cesa. A veces es leve tintineo, murmullo que se pierde entre las pisadas del tiempo, dentro del cuerpo del vidrio y en la piel de los imanes. Duerme en los relojes, en cavernas y pozos…se despliega feliz ante la lluvia y los manantiales y se vuelve estruendosa en el vientre de los bosques y en el paso veloz de las llanuras. Conforme transcurre la vida logramos distinguir las mil melodías que yacen entre nuestro esqueleto y el pecho, les ponemos incluso nombre y apellido. Así aparecen los rezos callados, el canto que se escabulle entre las piedras, el que flota en el polvo de oro de los dientes de león veraniego y el sonido-solaz-nido de las voces amadas, de las palabras que desde el cielo me dice todavía mi mamita. En la música interna hay risas que el tiempo recicla y revive la infancia y los juegos. Entonces no existe la muerte, se deshace el tiempo y te aferras a promesas no dichas. En el silencio más hondo amanece todo, te reencuentras. Respiras. Algo bueno germina.
En mi piel se maceran vivencias. Soles de otro tiempo, anécdotas que se vuelven estampas que danzan en el filo de la vigilia y el sueño. Yo aprendo a vivir en este mundo con mi familia y amigos de esta realidad y los que ya están en el cielo. El grado de felicidad recorta entonces las horas: se vuelven migajas de panes o se estiran a lo largo del arcoiris. Es domingo y la mañana azul camina de puntitas para no despertar las anécdotas que respiran en la piel y las tapias de árboles, vértebras y casas. Ahora rezo por tí y por mi, hermano de vida, colega de un oficio extinto: cazad
or de símbolos.