Aprendo a rezar sin palabras, con actos simbólicos que dan gratitud a la vida, lleno la memoria de momentos felices, me solazo en conversaciones a distancia con amigos y hago planes para cantar y visitar iglesias, componer el mundo, celebrar la vida. Las mañanas de mayo son polvo de oro que deambula por jacarandas y limoneros, que se atraviesa en las ventanas y nos recuerda que las noches obscuras terminan. Aparece entonces un credo diferente, no en las situaciones y la incertidumbre, sino en un poder que va más allá de lo que ahora que vivimos, una fuerza inextingible que nos permite afrontar todo y no reducirnos a víctimas de las circunstancias, sino alentarnos a construir nuestra realidad con una percepción más benigna. Aprendo a rezar sin emitir sonidos, sumida en un silencio que parece eterno, y sin embargo, un día amanecerán melodías y se perpetuarán los anhelos.
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