Despierto cuando comienzan a cantar los pájaros. Entonces imito los movimientos de los gatos y estiro los brazos y manos. Sólo mucho después, ya bajo la regadera, estaré consciente de aspirar muy hondo y oraré, así bajo el agua, ilusión de que se trata de lluvia. Así inicia el día. Ignoro cuantos días de confinamiento llevo…sólo la palidez de la piel lo revela. Lo demás no. Me encanta el silencio, disfruto la soledad también, y los apaciguados recuerdos que de pronto aparecen. Son dulces, fugaces, pero lo suficientemente escuálidos para que no surja con ellos la nostalgia. Transcurre veloz la mañana, el tiempo propicio para trabajar. Para mí esa es la vida feliz, la que tapia piel y memoria de serenidad. Llámenme loca: no admito las calamidades en mi vida, me rehúso al terror del Covid. Y sin embargo, lo confieso: a veces, de la nada, noto lágrimas que brotan sin preludios ni palabras. Es que estoy llena de mar, me digo, y me obligo a buscar momentos felices. Muchas veces esas búsquedas me remiten a sólo palabras, aisladas, surgidas de la nada, como el llanto callado. Entonces danzan ante mí vocablos como vestigio, pan y barro. Así, con esa rutina, se acabó la primavera e inicia el verano…
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